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lunes, 28 de septiembre de 2009

PERSECUCIÓN A UN MODELO 28.



No hace muchos años, en 1976, a un buen amigo mío le habían regalado un Ford A; una  verdadera reliquia con recuerdos de sus abuelos y de leyendas pérdidas.
     Poco tiempo después, una noche de verano, el estridente sonido de un clarinete irrespetuoso me llevó a la calle desierta. Entonces descubrí la asombrosa máquina verde, que escondía insinuante su cálido confort. Al momento, se recortó la figura de mi amigo contra el marco de la puerta, y la invitación al paseo no se hizo esperar.
     Una vez sentados en sus rústicas y cómodas butacas, dimos marcha a un sueño de los años veinte.
     Todo parecía muy simple, pese a ese código enmarañado de bigotes y cambio. Su andar era cómo el de un pura sangre andaluz. Era una sensación jovial enmarcada en la vejez implacable del tiempo. Todo parecía transcurrir en orden, pero había algo que faltaba en mí: sentir en mis manos la vibración del potente motor. Después de aprobar a Marcelo por el brillante andar de su auto, logré que me ofreciera conducirlo. Sin vacilar, tomé mi lugar y le pedí ligeras explicaciones, ya que sus pedales estaban invertidos y el habitáculo del conductor era más reducido de lo que mi estatura exigía.
     No sin esfuerzo, logré que a poco alcanzara una velocidad considerable, por la siempre viva Av. Colón. El drama comenzó cuando noté a nuestras espaldas el rojo ulular de las sirenas; recordé que un menor de edad conduciendo, estaba infringiendo la ley. Los nervios me llevaron a una actitud antinatural: apliqué raudamente los frenos. O, al menos, eso creí. Los pedales habían  desaparecido, y los  gritos desesperados de Marcelo me confundían más y más. Con las luces amenazantes y el sonido trágico de una sirena por detrás, y un semáforo cómo barrera por delante, nuestra situación se tornaba más difícil.
     Al cabo de unos segundos, Marcelo reaccionó, presionando el pedal del freno. Luego de bombear un par de veces, el auto decidió detenerse junto a la línea de paso peatonal.
     El problema aún no estaba resuelto: las luces intermitentes llegaban junto a nosotros. Mi frente comenzó a pelarse; Marcelo parecía a punto de perder el sentido. Rígidos cómo piedras, esperábamos resignados la orden de descender.
     Cundo aún no nos habíamos serenado, pude girar mi cabeza hacia donde las mortecinas luces comenzaban a perderse. El garaje de una clínica privada las había devorado. Por esta vez, la ambulancia no era para nosotros.
     El cielo había retornado a su lugar.

Autor: Emilio López.  Cuento escrito para conmemorar el 82º aniversario del Automóvil Club Argentino.

5 comentarios:

L dijo...

Vaya, ese -si- es un bonito automovil antiguo.

Lo viejo tiende a pasar de moda, pero hay cosas que son atemporales.

Todo mundo deberia tener algun auto antiguo para verlo y sacarlo a pasear de vez en cuando. Amena entrada-

Saludos :)

-L.

http://diariomalnacido.blogspot.com

A.L.Zarapico dijo...

Supongo que los autos antiguos son nostálgicos.Le haré llegar al autor tu satisfacción.Saludos Wuigi.

Unknown dijo...

SI SEÑOR, una narrativa envolvente, me gusta tu manera de describir cosas y situaciones, he disfrutado con la lectura, mi mas sinceras felicitaciones.

Espero pasar por esta tu casa a menudo he ir comentado todos tus trabajos

A.L.Zarapico dijo...

Ya sabes Ivan, cuando quieras. El blog está abierto por si quieres publicar algún cuento o relato.Le haré llegar tus elogios al autor.Saludos.

Editorial Hipálage - www.hipalage.com dijo...

Estimado amigo:
Con cierto retraso, me he dado una vuelta por su blog y lo felicito porque resulta muy interesante y ameno.

Saludos cordiales.
JM.